..."De madera crujiente y vieja. Así era el suelo del desván. De paredes de adobe y barro. De trozos de paja y aristas de viejos ladrillos. De telas de araña y sombríos rincones.
Habían levantado cuatro palos hasta el techo; colosales maderos que sometían un enramado bajo las tejas de la cubierta. La abuela había unido los palos con cuerdas de esparto para colgar las uvas; también colocaba en el suelo las manzanas de la finca; ristras de ajos; manojos de cebollas; nueces; avellanas y pipas de girasol; semillas de judías verdes... para... no desaprovechar nada. Porque todo lo que el huerto daba era una bendición del cielo y Había que Estar Agradecidos por Todas Aquellas Bondades que nos eran Dadas.
Y, después, en las paredes, arrinconado o colgado, uno se podía encontrar lo más inesperado: artesas de madera para amasar el pan; medidas de cereal; cribas de redondas y agujereadas planchas metálicas; horcas con horquillas de madera hechas de una pieza (aprovechando las ramificaciones del árbol); un yugo descolorido y apolillado; fuelles para alentar las últimas brasas; azadas descoyuntadas; un carretillo con la rueda desinflada o un arado romano completamente oxidado; y cuerdas, muchas cuerdas amontonadas y roñosos trozos de hierro, que parecían juntas de tubos para regar; cuévanos de mimbre para recoger la uva en época de vendimia; una rueda de una bicicleta o un inflador roto y blanco cubierto de polvo; y más cestas de mimbre viejas con un asa rota arreglada con un cordel negro y varios nudos; herrumbrosos clavos gordos y largos, hincados en el adobe para sostener aperos de peso. Y, todo aquello hacía una pequeña montaña y lo habían colocado en la pared contraria a la de la calle -la pared que tiene tres ventanitas abuhardilladas por las que entra Aladino y sale La Bella Durmiente-; y lo habían amontonado en una esquina provista de un escenario.
Y, debajo de la montaña, uno podía imaginar más cosas; un despertador estropeado, o una bomba de riego, o una revista piadosa. Todo lo que no habían querido tirar “Por Si Algún Día Hacía Falta”. Era la historia de lo cotidiano resumida en aquella montaña. Su pasado, esculpido allí. Quizá, lo que podía traer recuerdos olvidados; aquellos que se acumulan en la memoria y se borran temporalmente para ser rescatados en algún momento. Y, allí, al fondo, donde la vertiente del tejado bajaba hasta juntarse con la pared de las tres ventanitas de La Bella Durmiente, y pegado a la pared, posaba una destartalada y plomiza cómoda donde los papeles de la carrera de Sebastián dormían atesorados. Era una cómoda grande y de madera, y costaba trabajo sacar aquellos voluminosos cajones. Allí dentro había papeles amarillos, libros de aritmética y geografía, con las pastas de tela gris y las letras grabadas con tinta negra; cuadernos con cálculos matemáticos y fórmulas químicas. Eran libros que Victoria cogía con la conciencia de lo sagrado. Aquella era la historia de su papá. De su papaíto. Aquella letra pequeña e inclinada hacia la derecha que reconocía. Eran los papeles y los libros que su Papá del Alma había tocado; cogido; llevado bajo el brazo. Probablemente los que llevara cuando le contó a Victoria que «los grises» entraron en la escuela de ingeniería dando palos y que todos salieron despavoridos; y que él se llevó un porrazo y su amigo Antonio otro, y que le partieron las gafas y no veía nada. Que dijo que no había pasado más miedo en su vida porque allí empezaron a diestro y siniestro y, sin saber por qué, a repartir leña a mansalva.
Que aquel día le hicieron PASAR MIEDO... MUCHO MIEDO..."
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"El abuelo se levantó del sillón de napa granate y manchas grises y salió al corral. Cruzó la cocina de la chimenea (alrededor de la que la familia entera, en los años treinta, se reunía, al calor de la lumbre y rezaba el rosario), luego otra cocina con muebles más modernos; atravesó un pequeño patio cubierto con uralita translúcida donde había un viejo pilón de piedra para lavar, con una rampa ondulada, en la que Valeriana estrellaba la ropa y la frotaba con un jabón de color marfil, que era de sosa. Daba a las camisas y a sus vestidos de cuerpo entero vuelta y vuelta; la golpeaba y, jadeando, la restregaba arriba y abajo, a lo largo de la ondulada roca. A la salida, al principio del corral donde estaban las gallinas y las vacas, había otro pilón donde desollaban a los conejos; y, cuando Victoria presenciaba la escena, salía corriendo sin poderlo evitar. Sin embargo, el abuelo no tenía miedo, ni asco. Parecía que estaba hecho para poder con todo lo desagradable de la vida; y, cuando con el cuchillo rajaba la tripa al animal, pedía a Sebastián que sujetara al pobre bicho de las patas y él, de la piel, para arrancársela; emitía un gruñido que, de humano, tenía el sonido de una “e”, pero que le salía de la garganta, igual que el día que rugió al mastín.
No había que tener Miedo.
Porque al Miedo había que Hacerle Frente".
Párrafo extraído del Capítulo Cuarto "María y Jacinto" de la Primera Parte "El Dios de las Praderas Verdes".
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