..."El velo anaranjado y ocre traído por el sol al horizonte despertó al duende. Unas horas después de que el astro bostezara. Eran las diez de la mañana siguiente.
Las golondrinas abrían los brazos, como paracaídas, para amerizar en la piscina y ascender por el aire cristalino.
Un verdor tupido. Un festival de ramas, hojas y frutos. Un vergel…
… El Paraíso.
El duende, con la Biblia de tapas verdes, caminó junto al agua. Se paró frente a la alameda y el regato, y miró al sol: dio gracias por todo aquello. Atravesó las vides, los manzanos que tenían las manzanas con mofletes colorados, el melocotonero y el avellano, y llegó hasta los pinos; y tomó el sendero de los perales ciclópeos. El sol, como cada mañana, iluminaba cada pizca en suspensión.
El duende se sentó en la cima del dique que rodeaba el manzano. Podía ver las hojas estrelladas de las vides, el manantial y, en la otra orilla, más árboles. Más fronda. Más… más Belleza.
Espectáculo gratis.
Aquel momento. Aquel instante. Alimento de los sentidos. Comida para el alma. Pasaba las hojas sedosas con suma delicadeza.
Fue un panzudo y pequeño ruiseñor marrón de ojos negros el que distrajo su atención. Se posó en el suelo y, en círculos, daba pasitos con las patitas delgadas y cortas y una pomposa cola. No se había enterado de que un duende estaba a un metro. Junto al tronco, parecía un liliputiense en la falda de una gran montaña. El duende se quedó quieto. Le siguió con la vista. El liliputiense movía la cabeza y las algodonadas plumas. A un lado. A otro. Lo hacía como un mimo que cambiara de repente de postura para asombrar a su público.
Era la mejor compañía que podía tener para hacer la oración. Junto a aquel pequeño, se sentía a salvo.
Trató de encontrar algo que le ayudase a hacer frente a los humanos. Cuando su pequeño ruiseñor ya no estuviera con ella.
Cerró los ojos.
“Venid a mi todos los que estéis trabajados y cargados, y yo os haré descansar”.
Venid a mi todos los que estéis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.
Trabajados y cargados.
Trabajados y cargados
“Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas”
Sosegó la mente. Aquel apacible murmullo.
“Que soy manso y humilde de corazón”
“Que soy manso y humilde de corazón” llegó cuando el duende tenía la mente en calma.
“Hallaréis descanso para vuestras almas”
No podía ser el Paraíso tan bello como aquel momento. Ni aquel lugar. Ni aquellos rincones. Los que Sebastián había creado.
“Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación”
Las ramas del chopo se movían con la brisa leve y fresca, como las velas de un barco. Así se balanceaban las hojas de aquel árbol anclado a la tierra. A un lado. A Otro. Suavemente. El rumor de un mar lejano.
Juntó más las piernas, puso los cuatro dedos sobre la frente y el gordo bajo el pómulo y el codo apoyado en la rodilla. Cerró los ojos.
“Señor, te ofrezco el estudio de esta mañana por todos los que sufren... como yo estoy sufriendo ahora..., te pido con todas las fuerzas de mi mente este ofrecimiento sea un bálsamo para aliviar el dolor de los que, ni siquiera, pueden disfrutar de un paraíso como éste; ni tienen agua; ni alimento; ni techo donde cobijarse”
Siguió en aquella posición.
“Señor, haz que esta petición llegue a ellos, porque tu poder es infinito… que alcance a muchos”
Cuando retiró la mano de la frente, descubrió que el liliputiense se había ido.
“Cuida también de mi amigo”.
Luego siguió hojeando la seda hasta llegar a lo que buscaba aquella mañana: el amor hacia los enemigos.
“Oísteis que fue dicho: ojo por ojo y diente por diente.
Pero yo os digo: no resistáis al que es malo: antes.
A cualquiera que te hiera en la mejilla derecha.
Vuélvele también la otra;
Y al que quiera ponerte pleito o quitarte la túnica.
Déjale también la capa.
Y, a cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla. Ve con él dos. Al que te pida, dale; y al que quiera tomar de ti prestado, no se lo rehúses”
Manuela estaba en el iris de sus ojos. “La he herido Señor, perdóname”.
El duende recordaba las venillas agrietadas de sus sienes; la rojez alrededor de sus ojos a punto de rebosar; la piel acartonada; su mirada de desesperación hacia el horizonte. Lo que Regina estaba haciendo estaba justificado, pensaba. A ojos de Dios. En penitencia y como pago de su pecado. “A veces Dios castiga en la Tierra”. Recordó la frase de Patricia. Había violentado a otro ser humano. Había, con ello, además, ofendido al Señor. Había sido Impura. Y los ojos de la Virgen María la miraban entristecidos. Aquella hija pecadora y débil. Débil. Que había sucumbido a los deseos de la carne.
“Escrito está también: no tentarás al Señor tu Dios”. Vete. Satanás, porque escrito está: al Señor tu Dios adorarás y a Él sólo servirás”.
Se levantó de la tierra y se dirigió reflexionando por el sendero hacia la casa. Dando pasos pequeños. Pausados. Con la mirada fija sobre la tierra apelmazada y los pensamientos en el Dios Justiciero.
Pensaba que no perdería un minuto de estudio. Para enmendar sus pecados.
El sol seguía brillando. Cerca del río, desde las tierras de regadío de Malpica, el aire quieto traía los ladridos lejanos de un perro pastor. Sobre la superficie del manantial, en la que se había formado una canícula, los pájaros, llevando y trayendo chismes de acá para allá, revoloteaban y piaban como locos. Los árboles; impávidos, majestuosos… en aquella pose de magnificencia... Árboles con ojos. Que miraban de reojo.
Y todo lo demás.
El Paraíso continuaba allí".
Párrafo extraído del Capítulo 17 "Oración Matinal" de la Primera Parte "El Dios de las Praderas Verdes"
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