..."Siguieron carretera adelante dos kilómetros hasta llegar al pueblo atravesando tierras de secano y de regadío, tesos con matorrales de monte bajo y pinares frondosos. Una vez en Castronuño dejaron la gasolinera a la derecha y, la fábrica de deportes y el cementerio, a la izquierda. Allí, la carretera hacia Toro comienza a descender serpenteando endiabladamente y la arboleda se hace más espesa y variada. Como una selva. Nada que ver con el páramo castellano. Un Oasis en medio de un Desierto. Y, cuando apretar los frenos empieza a ser una necesidad, al principio del descenso, es cuando uno se da cuenta de que el pueblo está en un alto y se entiende por qué fue el último en resistirse a la Reconquista, y que fuera el mismo rey Fernando el que tuviera que acudir a doblegar a los seguidores de Pedro de Mendaña, el último y cruel alcaide. El pueblo, en el alto, donde siglos atrás hubo un castillo, se queda a la derecha y el río, ancho y caudaloso; misterioso, se insinúa, en las primeras curvas del descenso, detrás de una inmensa fronda verde colmada de tupidos ramajes.
Agazapado, se arrastra sigiloso bajo la falda del alto. Avanza, discreto, desde Toro hacia Zamora.
Es un sabio. Un dios evidente que puede pasar inadvertido a los ojos de los hombres. Una señal viva y clara para aquellos que persiguen sus sueños y buscan su destino. Para los que saben leer en su grandeza humilde los secretos de la vida.
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Tras la vegetación de ribera, plagada de chopos y álamos blancos donde los martinetes crían y las garzas reales forman sus ruidosas colonias, una enorme y fértil vegacon cultivos de regadío, se extiende hasta los pies de una gran duna. Una duna que el río, a lo largo de millones de años, ha ido formando al depositar sus sedimentos. Está cubierta de encinas, como un pelo corto de rizos verdes. También hay aromáticos cantuesos, parecidos a la lavanda, de vellosas y alargadas hojas y flores violeta; fragantes tomillos de leñosos tallos; retamas de pequeñas amarillas hojas que alcanzan los dos metros de altura; escobizos de blancas y redondas hojas con la forma de un copo de nieve visto al microscopio; botoneras y espesos matorrales de jaras. No es una duna móvil, como las del desierto; está fosilizada porque las encinas, como las garras de las rapaces, se han aferrado a sus entrañas dejándola paralizada. Es lo último que la vista alcanza, desde la ermita del pueblo y desde el parque de La Muela. La inerte duna marca el límite del horizonte recortando el cielo. Tiene la forma de un sombrero. Se parece al dibujo número dos de “El Principito”. El que esconde un elefante en la tripa de una boa. A veces las cosas no son lo que parecen. Y al revés.
Y lo mismo pasa con las personas".
Párrafo extraído del Capítulo 1 "El Dios de las Praderas Verdes" de la Primera Parte "El Dios de las Praderas Verdes".
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