En la Cuarta Parte de la novela se cuentan las vulneraciones de derechos humanos que se producen en el seno y el anonimato de los bancos.
No sólo se trata de expoliar al cliente sino que, para conseguir este fin, se ha de ha de violentar e ir en contra de la humanidad de los trabajadores del banco para que puedan, a su vez, delinquir; el lavado de cerebro en los bancos funciona como una secta destructiva, peligrosa y con efectos, en muchos casos, prácticamente irreversibles para la integridad moral y vida de los seres humanos.
"El despacho de Fermín era un valle de nicotina y tabaco negro. Victoria le había avisado con dos días de antelación y él la citó a las doce de la mañana. Se había estirado su revoltijo rizado y había vestido con su discreto traje, impecable y gris de Wall Street. También Fermín se había preparado para la ocasión. Eran oportunidades únicas para atemorizar, deslumbrar y desplegar todo su poderío.
Era un despacho pequeño. Un cubo de menos de diez metros cuadrados. Al frente, colgaba un cuadro con una pintura gris e impersonal y, en una esquina, habían puesto una estantería de madera pulida y brillante donde la secretaria de Fermín había dejado algunos archivadores. Y él se erguía detrás de una gran mesa de caoba y tapiz verde. Casi, como un objeto más. Tenía los brazos extendidos sobre la mesa. Como en un convite. Veinte o treinta colillas blancas se hacinaban en el cenicero.
Sostenía un cigarro entre los dedos y su rostro se emborronaba al expirar el humo.
- A pesar de que llevo diez meses trabajando aquí, aún no me he presentado. Por favor, discúlpeme, pues me ha llevado un tiempo reconocer toda la estructura y el funcionamiento de la organización.
Fermín se aprestó a aclarar algunos aspectos a Victoria que, a su juicio, ella no tenía claros.
- Tienes muchos jefes por encima de ti. El departamento de banca electrónica, en Madrid. Amanda es tu jefe directo y Ricardo, que es el superior. Y nosotros. Arturo y yo. Que somos tus jefes funcionales. Debes olvidarte de que ellos son tus jefes orgánicos y tener en cuenta que el día a día lo pasas aquí y yo te recomendaría que procures llevarte bien con nosotros.
Al hablar, apenas movía el cuerpo. Y, una vez que tomó carrerilla, inclinó levemente su torso (cabeza incluida) hacia delante y juntó los brazos en las axilas y, después, apoyó las manos en el borde de la mesa. Con aquella postura parecía que iba a correr la mesa hacia Victoria. Parecía que quería poner sus palabras en su lado. Y condensarlas bajo sus faldas. Como un reparto de bienes. Lo tuyo. Lo mío. A pesar de que el contenido de lo que decía era intimidatorio, sin embargo y en un principio, el tono de las mismas resultaba paternal y aconsejable.
El ritmo de su voz era armónico y pausado, y su semblante sereno. Fermín no agredía directamente. Él mismo, su persona, el aura que emanaba de ella, invitaba a la veneración. Era casi imposible decirle “no”. Sabía infundir un temor reverencial y las heridas que producían sus actos, sus palabras, su actitud y su conducta aparecían más tarde. Después del golpe. Como un derrame interno que da la cara horas más tarde.
Con la cabeza tiesa, miró hacia abajo mientras apretujaba la colilla en el cenicero-basurero-estercolero.
- Mira. Te voy a contar una historia.
Victoria se reclinó en su asiento y se colocó en posición de escuchar, por ver si aquel hombre podría contarle algo interesante sobre la vida, revelarle algo importante acerca de la Existencia.
- Cuando empecé en este negocio, hace 14 o 15 años. Por aquellos, entonces, vendíamos estos aparatos físicos, en vez de hacerlo por Internet.
Su mirada se clavaba en la de Victoria.
- Y yo fui el número uno. Me mandaron poner 14 datáfonos, ¿sabes? Y mi oficina puso 38… Era amor por el negocio. Amor por el dinero.
Atrapó con una mano el paquete de tabaco y con la otra sostuvo el encendedor entre los dedos. Luego sacó otro cigarrillo. Un cigarro gordo y acartonado. Dio unos golpecitos sobre la mesa e hizo la desagradable tarea de encender la punta y soltar la primera bocanada de humo. Que, de nuevo, emborronó su rostro y lo difuminó.
Victoria siguió sus operaciones con la mirada. Él lo sabía. Los músculos de Victoria, desde hacía rato, casi desde el principio, se habían empezado a contraer. Era un fósil inmóvil sobre un sillón de oficina.
- Nosotros tenemos el negocio.
Prosiguió.
- El negocio. Y mi obligación es captar negocio. Y hacer dinero.
Siguió mirándole. No movía un ápice de su cuerpo. Seguía ingrávido, impávido, impertérrito. Parecía un senador o un parlamentario de la ultraderecha haciendo declaraciones majestuosas al aire. Doctrina. Y más doctrina. Doctrina rancia y barata. Doctrina no inteligente. Doctrina para cabezas vacías.
- Porque sino capto el negocio yo, lo capta el banco de la competencia. Y yo he tenido a mis gestores puteados todas estas Navidades para que el chiquito del banco de al lado se lleve una sorpresa. Esto es así. Esto es lo que hay. Los gestores trabajan para el cliente. Y, recuerda, lo más importante es el cliente.
Insistió.
- Nosotros trabajamos para el cliente. Nosotros trabajamos para el negocio. Y por el negocio. Mi gente trabaja para el negocio, para y por el dinero. Y, si hay algún día que tú no puedas comer pues, no comes.
Y, después de hacer todas estas declaraciones al aire, comenzó la parte más humana, directa y personal.
- Discúlpame tú a mí. Es que yo soy así. Yo debí haberme presentado personalmente el día que has llegado. Y, sin embargo, han pasado estos diez meses hasta que tú has tomado la iniciativa. Es que yo… soy así.
Hizo otra inflexión.
-Yo sé todo de ti. Estoy informado de todo lo que tú haces.
Se hizo un silencio.
- Y, si hubieras hecho algo mal, te lo habría dicho.
Yo sé todo de ti. ¡Oh! Pensó Victoria ¿Habría adivinado su plan de irse a Nueva York?, ¿habrían sospechado lo de Mauro y ella?, ¿habría dicho algo Mauro?, ¿les habría revelado sus planes? Yo sé todo de tipodría referirse exclusivamente a su actividad en el trabajo.
- Yo dejo a la gente que haga. Que haga. Tú sabes todo lo que se habla ahí arriba. A partir de ahora te llamaré para que vayas a las reuniones con los directores.
Cuando Victoria salió de aquel despacho y caminó por el pasillo ancho hasta la mesa de su oficina, tenía la sensación de bambolearse como un barco. Una sensación de pérdida de control. Su cráneo le oprimía su frente y sus sienes. Sus ojos eran canicas. Las cavidades, cartones de huevos. Grutas oscuras y doloridas. Empezaron a sudarle las manos. A faltarle la respiración. El corazón se le desbocaba. Hacía tres años que no notaba aquella sensación horrible. Como cuando lo de Vicente y Regina. De nuevo.
De nuevo en Valladolid.
En Valladolid".
Párrafo extraído del Capítulo Décimo Octavo "La Herida Invisible" de la Cuarta Parte "Cartas a la abuela".
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