...“Esto es una bendición”. Solía decir la abuela. Victoria “hay que dar gracias al Señor por todos lo bienes con los que nos colma”.
- La fe mueve montañas.
- No había cosa más bonita que la sencillez.
- Había que pasar todo por alto.
- Había que ponerlo todo en manos del Señor, porque Él sabía lo que nos convenía en cada momento.
- Había que darle gracias por todo. Por lo bueno y por lo malo.
- Había que poner toda la esperanza en Él, porque el Señor nunca falla.
- Que el Señor proveería (en todas ocasiones).
- Y que Salvador y Victoria valían más que las pesetas.
Hablaba como un sabio. Como si sus palabras no fuesen suyas. No es que lo que dijera fuese una revelación o algo que nunca se hubiese oído antes. Era la suavidad que tenía al tratar a la gente. La consideración. La ausencia total de mezquindad o retorcimiento. Su Bondad. Su Humildad. Su Sabiduría. Un especial don para leer en el rostro de los desconocidos las verdaderas intenciones de su alma. Al mirar, sabía si era avieso o no. Podía ver el espíritu de las personas más allá de sus cuerpos. Junto a ella, cualquier duda se disipaba. Cualquier perturbación del ánimo dejaba de tener sentido. Era el modo en cómo lo decía. La abuela desprendía un calor especial y uno no se quería ir de su lado. “Tú, pídeselo todo al Señor, con Fe”.
Caminaba con dificultad, como un barco en mar agitada, y decía que después de los cuatro duros ya no hay nada que hacer. “Vale, ya no eres lo que eras”.
“Confía en el Señor, porque Él es todo misericordia”. “Tú, pídeselo todo al Señor, con Fe”. Y, cuando la abuela decía que el Señor es todo misericordia, Victoria se lo creía a pies juntillas.
Ella era la que había cuidado del huerto hasta entonces. La que había hecho la sementera, los surcos y la siembra. Quien había puesto los palos para que las parras de tomates no se apelotonasen en el suelo, ni los pimientos, ni las berenjenas. Mientras regaba se la oía musitar sus oraciones. “Ya he ganado el jornal”. Decía satisfecha después de cenar. Leía las señales del cielo y en casa apenas necesitaban escuchar la previsión meteorológica. Sabía que si el sol se pone con mortero, al día siguiente iba a ver tiempo revuelto. Que la puesta de sol anaranjada significaba que el día siguiente sería muy caluroso. Que si las nubes negras venían por el suroeste, el nublado sería más fuerte. Que si se levantaba más viento, éste arrastraría al nublado. Y que si las nubes eran alargadas, es que soplaría mucho viento. Sabía leer más allá de la mirada de los hombres del mismo modo que había aprendido las advertencias de la Naturaleza. Y cuando la abuela decía a Victoria que el Señor era todo Misericordia, aunque hubiera venido el Diluvio Universal, Victoria se habría sentido protegida. Hacía que el catolicismo cobrara sentido en toda su dimensión. Y no tenía miedo a la Muerte. “Tendrá que ser una bendición, por fin, ver el rostro del Señor”. Hablaba con sabiduría. Como si sus palabras no fuesen suyas. No es que dijera nada especial. Era el modo en que lo decía. Era imprescindible en el universo de Victoria. Tenía corazón. Sentimientos. Sabía leer en la alegría y en el dolor ajeno.
Y Victoria la creía por esto, porque era una mujer con corazón. Y por eso, en sus palabras, en sus labios, el catolicismo cobraba sentido. Porque ella había sido la única que se había dado cuenta de su sufrimiento y le había ido a poner remedio. Por eso Victoria, más que amarla, la sentía como Alguien necesario en su vida. Era su pequeñita abuela. Como una preciosa y tambaleante muñequita de corazón firme.
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