CARTA DEL VEINTE DE JUNIO
"Querida abuela: 20 de Junio del 2000
De buena mañana ya emprendía el rumbo hacia los jardines. El sol iluminaba el cielo y miles de ruiseñores lo surcaban y se regocijaban tejiéndolo de parloteos alegres. Cuando llegué, caminé hacia la calle Valsaín y me adentré por aquel entablado de glorietas y, de nuevo, cerré los ojos y me quedé en silencio. Empecé por desechar cualquier pensamiento que pudiera enturbiar mi mente y dejé fundir mi alma en aquel vergel. El aire estaba quieto y el sol se filtraba entre el ramaje dibujando sombras. Sentí que mi espíritu flotaba libremente y se mezclaba con el alma de aquel edén convirtiéndose todo en una y la misma cosa. Aquí y allá se oían entretenidos trinos de pájaros dispares. Acudían a mi imaginación como sonidos brillantes en el aire o juegos de relucientes campanillas. De un lado, el silbido de uno parecía llamar y seducir a su pájara. Otros se me figuraban como un abanico que se abre con rapidez. Allá, otro singular era más estudiado y ensayaba lanzar besos en el aire. La mayoría eran pájaros parlanchines que murmuraban, reñían y se daban órdenes. Había silbidos largos y cortos; graves y agudos; prolongados e intermitentes. Ninguna orquesta humana es capaz de plagiar esta sinfonía en la que cada uno se concentra en su trino. Mágicos címbalos que regocijan la voluntad y la empapan de abundante júbilo. Dardos festivos y destellantes que asaetean el corazón y lo iluminan de alborozo. Cerca de mí, un pequeño levantó el vuelo y agitó sus alitas en el aire. De cuando en cuando, alguna ráfaga de viento soplaba y movía las ramas creando el rumor leve de un lejano océano. Y en este estado de pureza y liviandad acudieron como una señal los cuatro meses que llevo trabajando en este banco, pese a la constante amenaza de que mi puesto está pendiente de un hilo. Y pensé que la Diosa de la Fortuna está de mi lado, porque la tiento y la provoco. La llamo y, a cada segundo, la emplazo y me cito con Ella. Trato, a cada momento, de ofrecerle un motivo para que se acerque a mí y me colme con su oro.
El día se ha desarrollado con la benevolencia y la magia que aporta Mauro al quehacer cotidiano. Pues parece agraciado con talento e ingenio singulares para convertir la rutina y el tedio diario en algo emocionante, como si algo extraordinario fuese a pasar de un momento a otro o ya estuviese sucediendo. Él tiene la habilidad de extraer adrenalina de este trabajo aburrido y prosaico. Como si sacara agua de donde no la hay. Como si obrara alguna suerte de milagro o prodigio. Y, como un hechicero poderoso, contagia su vigor y su sentido alegre y desenfadado de la vida. De nuevo, ha congregado a los suyos esta mañana para que les pudiera resolver las dudas que quedaban pendientes. Y yo, que esta vez estaba bien preparada, he sabido salir airosa de lo que han ido planteando.
Al finalizar, yo debía realizar visitas a las empresas y es de costumbre en otras comunidades que los gestores de empresa acompañen a los encargados de la banca electrónica, puesto que son sus propios clientes. Así lo hacen para allanarles el camino y facilitarles la labor. Pero, la mañana en la oficina se presentaba para ellos de gran actividad y ninguno estaba disponible. Por lo que él se encargó de llamar a las empresas y de advertirles de mi visita. Cuando he llegado, los dueños y encargados de las mismas me han recibido solícitos, y amablemente, me han escuchado. He observado que Mauro extiende su poder carismático también sobre sus clientes. Que en ellos también ha calado este suave hechizo. Que ha contagiado a personas y a lugares y, me atrevería a decir que, los que le conocen hablan como él, gesticulan de su misma forma y pretenden emular su refinado sentido del humor. Parece que es todo uno y la misma cosa y todos devienen Mauro y su personalidad. Que su presencia deja una huella indiscutible como un león marca el territorio. Impregnando cada cosa y cada persona con su fragancia, y transfiriendo parte de su ser y de su personalidad. También a ellos les ha cautivado. Les ha fascinado. Les ha embaucado y les ha arrebatado con esa fuerza que les subyuga dulcemente. A mujeres y a niños. A hombres; a mayores y a jóvenes. Lo hace con la misma naturalidad y todos quedan seducidos, atolondrados e inoculados. La frescura y el misterio de su presencia envuelven esta oficina y no parece que se trate del mismo banco. Parece que Valladolid quedase lejos. Como si fuera otro mundo diferente y yo estuviera a salvo de aquello. Comí frente al Alcázarcontemplando la belleza del día. Y, antes de volver a hacer las visitas de la tarde, registré las de la mañana, adelantándome al trabajo de la noche. Y, como no quiero perder este trabajo, enviaré a Amanda todas las visitas realizadas de forma puntual. Te pido siempre que me des las luces necesarias para encontrar nuevos clientes. Después de comer, me entretuve promocionando la banca electrónica en otra empresa. Conseguí convencerles para que aceptaran transmitir sus nóminas a través del programa. Enardecida, me lancé a la segunda y la tercera visita, pero no resultaron tan fructuosas como la primera porque la conexión con internet no era buena y no pude terminar de mostrarles todos los destinos. Los gerentes de la última empresa tenían una relación especial con Mauro y, a pesar del incordio de las comunicaciones, me atendieron de bien y tuvieron paciencia hasta que las reestablecimos. Eran casi las ocho y yo me había sumido en la tarde olvidando que había dejado el ordenador en la oficina. Una llamada de Mauro desde la oficina al móvil del dueño de la empresa me hizo saber que había estado esperando toda la tarde para que yo recogiera el cacharro. En ese momento, el corazón me dio un vuelco y rápidamente abandoné la empresa pasando por las penurias del tráfico a esa hora punta. Pensando e hilvanando todo tipo de conjeturas sobre el hecho de haber tenido a un director esperando en la oficina por un despiste mío. Por la cabeza se me pasaban las ideas más trágicas. Que Mauro habría llamado a Arturo presentándole una queja. Y que éste ya tendría la oportunidad servida para llamar a Ricardo con una excusa real y objetiva para que definitivamente me echaran. Iba rezando y pidiendo al Señor con toda mi Fe para que aquello no fuera un motivo de despido. Para que, al menos, me dejaran un tiempo más para ahorrar y llegar a mi Nueva York. Las manos me sudaban al volante y me parecía que los semáforos enrojecían con más frecuencia de la habitual. Dejé el coche en el aparcamiento y, azorada y con la lengua afuera, llegué al banco, que ya estaba cerrado. A esa hora todo el personal ya se había ido y sólo quedaba Mauro y Natacha, la mujer de la limpieza, que acababa de entrar. La puerta principal también estaba cerrada. Llamé al timbre y nadie contestó. Pensé que se había ido y que no podría recuperar el ordenador. Volví a llamar. Y no contestó nadie. Pensé que tendría que volver al día siguiente a por el ordenador. Las cosas sí que se ponían mal. Arturo se enfurecería porque tendría que volver a Segovia. Abuela, debo confesarte que en aquel momento fui débil. Abandoné todas las esperanzas y la Fe en el Señor. Hubo un instante en que lo di todo por perdido y que me sentí abatida. No encontré el modo de hallar su consuelo. El desasosiego y la angustia me impidieron invocar su auxilio obviando que Él siempre está ahí dispuesto a ayudar. Quizá, lo rechacé. Pero, al momento, Mauro se asomó por una de las ventanas. Sacó la cabeza sonriendo y me dijo, medio de broma, medio en serio y entre chistes, que “le había tenido encerrado toda la tarde”. De no haber sido por el tono de voz, le habría creído. Entonces, me quedé desmoronada sobre el alfeizar de la ventana que hay enfrente de la fachada del banco. Dando gracias porque había recuperado el ordenador y porque, además, Mauro, lejos de no estar enfadado y de no haber llamado a Arturo, y no haber provocado una cadena de calamidades, tal y como yo había imaginado, parecía feliz y contento de haber estado esperando. Y, mientras esperaba, derrengada sobre el alfeizar, a que bajara, él abrió la puerta de abajo y se asomó con el ordenador. Se reía. Se había cambiado de ropa. Llevaba unos vaqueros y una ropa más informal y una camisa con las mangas vueltas. Creo que era la misma camisa sin corbata y con una cadena y una cruz, que asomaba en su pecho. Llevaba el ordenador de la mano y sonreía. Parecía que a este hombre todo le hace sonreír".
Párrafo extraído del Capítulo Quinto "Carta del Veinte de Junio" de la Cuarta Parte "Cartas a la abuela"
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