..."El carrizal, impenetrable, con eneas de tallos sumergidos en el agua y espigas cilíndricas y alargadas; marrones y esponjosas y juncos plumosos y blancos, jalona las orillas. Allí anidan zancudas garzas imperiales; pajarracos de sinuosos cuellos y puntiagudos picos con los que comen ranas y serpientes. Chillidos espantosos rasgan la penumbra del día muerto.
En el descenso de la carretera serpenteante decenas de huertas se ocultan en una enmarañada y frondosa espesura; arroyuelos que las riegan, y miles de fresnos de hojas caedizas, estrechas y alargadas, parecidas a los helechos; sauces blancos de hojas como lanzas de tribus lejanas, blanquecinas por el envés y ramas extendidas. Todos proporcionan fabulosas sombras; trepadoras y lianas… una jungla en la meseta; clemátides purpúreas con flores de ocho pétalos; lustrosas hiedras que cubren los troncos de los chopos por completo con las hojas acorazonadas; y lúpulos de flores verdes con la forma de una pequeña piña de un pino piñonero.
La carretera desciende y pronuncia sus formas sinuosas como una serpiente convulsa y, en el punto más bajo, la arboleda se hace más espesa, exuberante y umbría y se forma un lugar que, por lo pintoresco, parece poseer cierta magia. Y, a partir de ahí, se hace llana y recta. A un lado, acompañada del de miles de chopos gigantes y alisos; higueras y zarzas; rosales silvestres, sauces, cerezos y ciruelos asilvestrados; olmos y álamos; chopos negros y blancos de acorazonadas hojuelas de envés plateado que brillan al sol como alegres y centelleantes campanillas. Y, al otro, una gran montaña cortada que llega hasta la Presa de San José. Un enrevesado follaje cubre el corte de la montaña y pinares de pinos piñoneros se extienden en su parte alta. Los rayos del sol, a esas horas, se filtran entre la exótica selva dibujando sombras y claroscuros en el asfalto. Y, a la altura de un puente hecho con cemento y pintado de blanco, antes de llegar a la presa, la fronda se desvanece y el sol refleja su rostro orante sobre el embalse. La luminosidad es tan deslumbrante que es necesario cubrirse los ojos con una mano. Hay destellos. Son pequeñas llamas vivas. Golpes de sol y luz de amor en el agua. Y la superficie centellea. Y también lo hace por la tarde y a la última hora del día, y el carrizal que nace en el agua se ve, desde la carretera, como una alfombra de primera calidad; tupida, gruesa y alta; es verde, de un verde pradera; verde que se yergue delante de los chopos recortados en el azul del cielo. Verde, verde. Verde matizado. Verde pastel. Como si lo hubiese pintado la mano de un artista sin ser posible que la Naturaleza, por sí sola, fuera capaz de conseguir semejante estampa. Y las ranas croan. Miles de ellas, apostadas entre juncos y eneas. A la puesta de sol empieza un concierto de anfibios y grillos. Y, cuando la luz solar desaparece, entonces, los colores se pueden ver con su verdadera intensidad, sin que los rayos del sol se reflejen en ellos y les roben protagonismo. Y, después, esos tonos se van oscureciendo tan discretamente como lo hace el sol al salir detrás de la colina en la finca de los manzanos. Despacio, con calma, poco a poco; se toma el tiempo suficiente; llega, sin prisa pero sin pausa,... pero... siempre llega. Y también la oscuridad avanza con discreción, cubriendo el verde intenso de carrizos, el azul del cielo y el color tormenta del agua. Y, cuando todo es negrura, las luces del puente brillan y se ven desde el alto en el pueblo. Son luces amarillas y se reflejan en el río. Hay dos presas y dos puentes. Una con la cabeza hacia abajo y otra que mira hacia arriba. Y, unos kilómetros más allá, Toro crepita. Y, desde el puente de la presa, se ve dorada y flamante, como un buque insignia, la ermita de Castronuño".
Párrafo extraído del Capítulo 1 "El Dios de las Praderas Verdes" de la Primera Parte "El Dios de las Praderas Verdes".
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