..."El paisaje que media entre Valladolid y Segovia, salvo algunas zonas de pinares, se extiende a lo largo de una vasta y amplísima llanura que se pierde en el horizonte. No hay montañas. Ni pequeños montículos. Ni la orografía se atreve a ondular levemente la superficie. Tampoco hay árboles que se interpongan entre los ojos de quien lo contempla y la línea del horizonte. Más allá de lo que la vista puede alcanzar, uno intuye que la inmensa planicie se pierde en el infinito.
Pero, al avistar la ciudad, la hierba crece fresca y, cuando el sol lo toca con sus rayos, el color se hace tan intenso que no parece real. La carretera de Zamarramala sigue serpenteando en descenso y, después de unos kilómetros, emerge la ciudad de Segovia. Como el hallazgo de un tesoro escondido. Como una recompensa. La catedral se exhibe, seductora y sugerente, como una diosa egipcia, recostada y voluptuosa. Y, a medida que la carretera acorta la distancia entre la primera estampa de la ciudad y se adentra en ella, el paisaje se moldea en una explosión de frondosidad. La ciudad se asienta en lo alto de una gran roca y la carretera desciende y culebrea a lo largo de su falda. Hay lianas que trepan por el corte de la montaña y la cubren por completo. Frescos y transparentes arroyos; pinos gigantes; fuentes y manantiales; bosques; collados; miradores y praderas; sauces; chopos; saucos; tarays; prunos; castaños; tilos; chopos; arces y almeces que sombrean el paisaje de la Alameda de Fuencisla".
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"Condujo hasta el Palacio de La Granja. Aparcó el coche donde el pavimento de la carretera se adoquina y, después de bajarse, atravesó una verja de hierro. Rodeó un parterre de secuoyas centenarias.
Eran las ocho y media y, oficialmente, el Palacio no abría sus puertas al público hasta las diez, pero un guardián, por descuido, había dejado la verja abierta y, de aquella manera, fue como Victoria entró.
Aunque el sol brillaba, allí arriba, hacía más frío. Cientos de pájaros revoloteaban por el cielo azul y fresco.
Caminó por el enlosado blanco y bajó las escaleras de mármol. Había columnas con terminaciones florales y untuosas. El jardín configuraba formas geométricas: grandes, cuadradas y semicirculares y, en el centro, una estatua quería volar.
Rodeó la Fuente de la Fama y, antes de adentrarse, volvió la cabeza. Una imagen inusualmente bella se le presentó ante sus ojos. El cielo, sobre el palacio, se había cubierto de nubes. Eran grandes y espesas, de color plomizo, azul oscuro y blanco que dibujaban algodones. El sol, desde el oriente, iluminaba las nubes metálicas y la fachada del palacio, de paredes grises y vainillas. Parecía una acuarela. Tan bello, que no parecía real. Los trazos de un pintor audaz. El retrato de un ilusionista.
Subió por las escaleras y continuó caminando por la calle paralela a la de Valsaín.
Magníficos árboles se erguían decenas de metros y dejaban caer sus ramajes. Coquetos, como un diseño de alta costura. Acampanadas mangas y tejidos vaporosos.
Caminó por los paseos de arena y contempló las fuentes que habían construido en las encrucijadas.
Exuberancia y frondosidad es lo que había aquí y allí. Tilos y castaños de indias; fresnos y arces. Una niebla verde había salido de la lámpara de un mago y, lentamente, había tapizado el suelo. Aquí y allá había fuentes. Fuentes blancas y doradas. Con ángeles que tenían el cuerpo de una sirena y el cabello peinado por el viento. Con dragones corpulentos de bocas abiertas y gestos iracundos. Con cisnes y ocas doradas. Con emperadores romanos que sostenían su báculo. Cabezas de leones y bolas del mundo. Caballos embravecidos y descontrolados. Y peces sacados de la mitología griega.
Un puente de piedra y madera se divisaba a lo lejos en mitad de la frondosidad.
Una pequeña ardilla cruzó el camino y se situó al lado de un árbol. Había perdido el palacio de vista y no sabía muy bien en qué punto se hallaba. De un alto vallado de piedra caían líquenes. Las aguas de abril habían esculpido socavones y regueros, y las llantas de los coches de mantenimiento habían prensado sus huellas sobre la arena. Entre la fronda y al final de los caminos, en las encrucijadas, aparecían estatuas de mármol que tocaban la pandereta con una mano cortada. Ranas, sapos y demonios.
Una ráfaga fría de viento sopló de súbito. Tomó la calle de Valsaín y, a la altura en que se comienza a asfaltar, el sol apareció de nuevo y las hojas de los árboles se hicieron casi transparentes y de un verde intenso, casi fosforescente. Los árboles empezaron a proyectar la sombra de sus ramajes sobre el paseo. Había bancos y farolas a ambos lados de la calle Valsaín. Y, junto a un banco de piedra, un letrero dorado con la forma de un pergamino antiguo rezaba el nombre de la calle: “Calle de Valsaín”. Con letras oscuras y el sello real.
Junto al banco, una entrada accedía a otros caminos transversales y horizontales, que se cruzaban dibujando glorietas de setos. Descendían y llegaban a una amplia pradera.
Caminó por aquel entramado y, al fondo, pudo ver de nuevo el palacio con el sombrero de nubes metálicas. De algunas hojas aún colgaban, a punto de caerse, gotitas titilantes de la lluvia fina y reciente.
De repente, se dio cuenta de que, fascinada por el entorno, no había mirado el reloj. Eran las nueve y diez y sólo tenía veinte minutos para llegar a la oficina en la calle Fernández Ladreda.
Cruzó apresurada el laberinto y llegó de nuevo a la calle de Valsaín. Un rumor súbito, que provenía del otro lado de la calle, la reclamó. Entonces, la atravesó y comprobó que un arroyuelo de aguas transparentes arrastraba algas de color verde oscuro, corriente abajo.
Pero ya no había tiempo para más.
Continuó caminando por la calle de Valsaín hacia el palacio y la salida. El sol iluminaba el paseo y los bancos, y las ramas de los árboles dibujaban sus sombras en el suelo.
Aquellos momentos habían estado llenos de magia. De señales, quizá. Volvería al día siguiente. Se dijo".
Párrafo extraído del Capítulo Tercero "Ciudad Encantada: el último reducto" de la Cuarta Parte "Cartas a la Abuela".
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