..."En el salón de té, para que Victoria se sentase, Vicente retiró caballerosamente la silla de estilo inglés. Luego, se sentó él y llamó a una camarera. Se oía el trasiego de cubiertos chocando contra las bandejas de rejilla, y el matinal y cerámico golpeteo de tazas contra platos.
El Museo del Dulce se exhibía frente a Vicente. Todas las obras de arte que Enrique Cubero había hecho a lo largo de su carrera artesanal y artística. Réplicas exactas en azúcar del Ayuntamiento de Valladolid, la Estación del Norte, el Palacio de Fabio Nelli, la Academia de Caballería, el Colegio de San Gregorio, la fachada de La Universidad de Valladolid y otras catedrales, conventos y palacios episcopales, más una colección de palomares castellanos. Era lo que el ser humano, en su grandeza, era capaz de hacer. Diminutos arbotantes y frontones; ojivas apuntadas con ventanas pequeñitas de majestuosas catedrales; minuciosos pináculos y acanaladas columnas clásicas; escudos, árboles y bancos de trece láminas; arquerías y rosetones; tejas y faroles. Se podía dudar sobre si fueron los que, cinco siglos antes levantaron, de una forma visionaria, lo que el señor Cubero iría a construir en dulces maquetas cinco siglos después. Luego, sobre las mesitas de mármol donde Victoria y Vicente se habían sentado, habían empotrado en las paredes vitrinas con cientos de condecoraciones que homenajeaban los años de meticulosa creatividad: galardones de los artesanos de pastelería de la federación de empresarios; medallas de oro; diplomas hechos en maderas nobles, bronce y terciopelo rojo; y otros que habían llegado de Tokio, de Nueva York, más el reconocimiento de asociaciones y artesanos franceses.
A las diez de la mañana, recién abierta, la cafetería mostraba sus expositores, suelos y mobiliario bruñido y limpio; las luces se reflejaban en los impolutos cristales, y los pasteles y la bollería se ordenaba y exhibía como si fuera de cera y se fueran a quedar allí para siempre: peces de acolchado hojaldre rellenos de nata; brillantes lazos de bizcocho; rebosantes tartaletas de crema con hermosas y escogidas nueces; pasteles de crujiente chocolate con almendras; petisús de café; buñuelos; y los dulces que la tierra daba: mantecados de Portillo; blasones; amarguillos; empiñonados; rosquillas de palo; yemas escarchadas y almendras de Villafrechós. Todo se presentaba en impecables envoltorios y bandejitas ordenadas con la precisión de un damero.
La camarera llegó con un conjunto de blusa, pantalón negro y delantal oscuro a discretas rayas blancas.
- Dos cafés con leche.
- ¿Grandes?
- Sí, por favor.
Silencio.
- Para la señorita un “monchito” y tostada para mí.
La chica, que además lucía dos aros dorados en las orejas se dio la vuelta y rodeó la barra por donde algunas botellas de vino sacaban la cabeza de una hielera grande y redonda de plata.
No tardó en llegar con la bandeja y el pastelito para Victoria sobre una patena de cartón dorada y circular. La tostada gruesa y humeante se acompañaba de una tarrina de mermelada y mantequilla, dos tazas blancas de café y dos copas de cristal con zumo de naranja.
Para desayunar, “Cubero” era el salón de té favorito de Vicente.
Aquella mañana no se había desparramado en el sillón de cuero rojo de “La Gramola”. Se había sentado con la espalda recta, tal y como le había enseñado su padre el primer día que le presentó en sociedad cuando tenía siete años. “Tú, Vicentín, con la espalda recta y no se te ocurra remangarte los puños en la mesa, que eso lo hacen los horteras”.
- ¿Y esa ropa que llevas, que te hace tan atractiva…?
Después de cinco años de plomiza carrera, Victoria se quitó las perlas blancas para dejarse los agujeros vacíos y la piel libre de maquillaje. Aquella mañana el pelo liso caía por ambos lados de la cara y un flequillo más ahuecado por el centro enmarcaba el rostro. Metió en el armario las camisitas blancas de cuellos redondos y las cambió por camisetas envejecidas. De aquel modo, le parecía que se sentía más libre y menos encorsetada que con aquellas tradicionales austriacas verdes.
- Estás guapísima, por cierto.
Esta frase la incluyó como un comentario adyacente, pero en realidad, quería indagar en el fondo de armario de Victoria. Cortaba con soltura la apetitosa y robusta tostada, y la engullía con ganas.
- … Esa ropa…
Frunció el entrecejo poblado y rubio y, de nuevo, la piel de la nariz se le arrugó a la altura del tabique. Cuando gesticulaba de aquella forma quería decir que iba a decir algo en clave de ironía. Porque, además, iba acompañado de una sonrisa.
- … te habrá costado cuatro duros…
Metió en la boca otro trozo de tostada untada con una gruesa capa de mermelada de ciruela. De la forma en que se dirigía a Victoria nadie, siendo consciente de sus talentos personales, permitiría ser tratado de aquel modo menospreciativo. Sólo para una Desorientada podía pasar desapercibido aquel tono de superioridad.
- ¡¿Cuatro duros?!
Victoria dejó el “monchito” partido a la mitad y las manos hacia arriba con el tenedor y el cuchillo dados la vuelta. Sobre el papel dorado, el “monchito” seccionado descubría sus elaboradas entrañas de mazapán, yema y bizcocho. Entonces, estiró con los dedos apiñados la fina camiseta acanalada de algodón gris, que apareció como una improvisada tienda de campaña.
- Esto, nene, es carísimo.
- Y,… ¿puedo saber cuánto se paga por eso?
Y, antes de continuar la frase, exhaló aire por la nariz para reírse.
- Porque…, eso es parecido a las camisetas que lleva mi abuela por encima de las enaguas.
- Claro, tonto, es el estilo que se pretende imitar.
Victoria rasgó el papel del alargado azucarillo y lo vertió en la taza. Los granitos blancos quedaron amontonados sobre la espuma.
- Es carísimo.
- Pero caro… caro…, caro es no decir nada, ¿cuánto de caro?
- Tu abuela pagaría más por ella que tú.
- Eso, seguro.
- Bueno, ¿Quieres que te lo diga?
- Sí.
- Quieto ahí, no te vayas a desmayar.
Se volvió a coger el tejido con los dedos y, de nuevo, se elevó una tienda de campaña. Para acampar en el pecho de Victoria.
- Diez mil pesetas.
Lo dijo así, sin más rodeos. Entonces, Vicente apoyó las manos y bajó la cabeza en señal de duelo.
- ¡¿Diez mil pesetas?!
- Sí.
- ¡¿Diez mil pesetas has pagado por eso?!
Entonces, Vicente puso una mano sobre la frente y empezó a deliberar a solas con los sollozos de una plañidera. Y, medio repuesto, volvió a la tostada y empezó hacer los pertinentes comentarios.
- Prefiero que no me digas cuánto te han costado los pantalones, porque supongo que serán más caros y, si lo oigo, se me va a poner mal el estómago.
Se volvió a reír sacando el aire por la nariz.
- Menos mal que te quedan de cine…
Se oía batir nata, y el café saliendo por la pipeta con el sonido de un gaseoducto. La hebilla de un camarero chocó contra la hielera de plata y tintineó como un triángulo musical ¡Pinnnnn! Parecía una orquesta.
- Pero tú, que eres una chica estudiosa…
Se pasó la mano desde el tabique de la nariz hasta el final como si ordeñara la ubre de una vaca. Como si lo hiciera alguien de vuelta de la vida.
- … tendrás un buen trabajo y ganarás dinero… para poder pagarte toda esa ropa.
Los pensamientos de Victoria se encendieron cuando oyó aquella frase, y levantó la cabeza poniendo la vista en una de las ménsulas de madera que habían colocado entre las vitrinas. Allí arriba, habían subido una majestuosa copa de plata que alardeaba en jarras.
- La verdad..., la verdad es que no sé qué voy a hacer ahora con mi vida…
- ¡Dios qué cursi! Con lo mona y los fina que eres, y te pones a filosofar.
- Yo soy ésa.
Cuando dijo “Yo soy ésa” se dio cuenta de que le había salido sin pensar. Como si dentro tuviera un resorte automático, y lo más auténtico de sí misma lo protegiera categóricamente y sin lugar a dudas.
Pasó de quedarse pensativa de la copa de zumo al suelo de losas marmóreas.
- Bueno, te casarás y tendrás una familia, ¿verdad?
- No. No. No..., claro que no.
De repente, se dio cuenta de que “no” tantas veces seguidas lo había dicho con un tono lánguido, mientras caía en la cuenta de que, aunque Perdida en la Confusión, había cosas que, con claridad, estaban desechadas de antemano.
- Pero… ¿No te piensas casar nunca?
Con aquella insistencia le recordaba a Ángeles, la numeraria que había conocido en el aula de Mendizábal, en el tercer año de carrera.
- Te pareces a Ángeles, mi amiga. No puede entender cómo no me gusta viajar ni porqué no me caso.
- Claro, lleva razón.
- ¿Conoces a Ángeles?
Vicente dejó caer la colilla en el agujero de un cenicero blanco y lleno de agua. Se oyó el ruido efervescente de la ceniza desapareciendo en el interior.
- No.
- Es una buena amiga. Es una numeraria. Vive aquí.
Cuando Victoria dijo “vive aquí” señaló hacia la pared de los emblemas refiriéndose al edificio que había más allá de “La Mejillonera”, contigua al salón de té. Era el centro de estudios de «La Obra», como, cariñosamente, los miembros del Opus Dei llamaban al mismo.
- Virginia la conoce.
- ¿Es guapa?
- Pues es mi amiga, así que, para mi, sí. Sí, es mona.
- Seguro que es un cardo.
La camarera llegó con dos pastelitos de bizcocho y nata.
- Todas las numerarias son un cardo. Se hacen numerarias porque no hay chico que las mire.
- Pero… ¿Tú?, ¿qué tontadas dices? Si, precisamente, cada vez que entro en el oratorio y veo a esas chicas tan guapas pienso que qué desperdicio de mujeres.
Victoria se llevó con cuidado el pastelito a la boca y partió la mitad con los dientes. Era una delicia de dos bocados.
- Mira.
Mientras sujetaba con la mano izquierda la miniatura, dio un golpecito en la mesa de mármol con el índice.
- Hay una chica aquí…
Con “aquí” se refería al centro de estudios.
- … que no es que sea guapa… Es una modelo.
Era una nieta de Pemán, el escritor.
- Es una mujer delgada y alta… súper guapa… y, además, tiene cuarenta años y parece que tiene veinte.
- ¿Sí….?
Volvió a sonreír con la cara de un niño que hace fechorías.
- Imagínate…
- ¿Qué?
- … desvirgar a una numeraria.
- ¡¡Quéeee burrooo!!
Cuando Victoria dijo “Qué burro”, la “e” del “qué” sonó más chillona y la “r” como si imitara el sonido de un motor en marcha.
- Es más posible una supernumeraria… eso, desvirgar a una supernumeraria. Es mi sueño.
- ¡Qué cosas dices! Si te oyera Virginia…
- ¿Quieres algo más, Victoria?
- ¡Una bamba!
- ¡Camarera!
La mujer llegó de la barra.
- Tráiganos, por favor, otros dos cafés; una bamba para la señorita y, para mí, un abisinio.
- La bamba, ¿de qué la quieren?
- ¿De qué la quieres, Victoria?
- De nata.
La voz de Vicente se quedó flotando en el aire. Era una voz infantil y suave. Entrañable. A Victoria le parecía que, con aquel estilo desenfadado y aquel sentido del humor, la vida se hacía más fácil. Vio el pelo rubio, liso y poblado, casi albino y los ojos verdes, enormes, incrustados en aquella piel fina, que tornaba rosada con la llegada de la primavera.
- Yo me casaré.
Afirmó Vicente.
- Y, después, tendré una amante.
- ¡Anda! ¡Qué tontería! Entonces, ¿para qué te casas?
- Te casas con la persona adecuada y luego, tienes una amante.
- De verdad que es la primera vez que oigo semejante cosa.
- Mi padre quiere que mis hermanos y yo nos casemos con chicas como nosotros. Bueno, mi hermano Pablo, que es numerario, no, claro.
- Yo conozco a alguien que se volvería loca por casarse con un chico como tú.
- ¡Ya sé quién es!
Vicente dejó los cubiertos y el abisinio y se puso la mano sobre la frente como cuando se dio el susto por el precio de la camiseta. Empezó a reírse.
- Es Manuela, que no deja de perseguir a Ginés y a Santiago.
Pronunciaba aquellos nombres con la ternura de referirse a sus amigos de la infancia. Incluso el de Manuela. Pese a presentarla en una circunstancia embarazosa, la trataba con cariño y parecía considerar la persecución como un juego divertido.
- ¿Conoces a Manuela?
- Sí. Estaba en la misma clase de Ginés… lo que pasa es que ella fue avanzando de cursos y él se ha quedado a la mitad.
Se volvió a reír.
- ¡Claro! ¡Que Manuela es de Castronuño! Entonces, ¿os conoceréis bien?
Victoria, de repente, retrocedió al pasado, que irrumpió, acibarado, en aquella soleada mañana.
- Bueno, me odia. Tuve el desatino de besar al chico que la gustaba.
- Lo que pasa es que Manuela es un cardo y tú eres una chica con clase y guapa.
- Bueno… gracias…
De repente, Victoria pasó el dedo por la nata que sobresalía de la bamba y lo puso en la nariz de Vicente.
- ¡Oye!
Sonrió y se encogió de hombros sorprendido por la travesura. Y, cuando se quitó la nata de la nariz con la servilleta, comenzó a hablar en serio.
- Mira, mi familia, antes, era propietaria de medio Valladolid. Mi abuelo materno, un personaje ilustre de Sevilla. Y mis abuelos paternos y mis bisabuelos han tenido títulos nobiliarios.
- Sí, te escucho.
- Ya te he dicho que mi padre quiere que nos casemos con chicas de nuestra condición social…, pero yo no sé si me casaré con alguien como yo. Lo que sí que tengo claro es que mi futura mujer será imprescindible en nuestro hogar.
- ¿A qué te refieres con eso?
- Pues a que la mujer es el centro de la familia. Mira, cuando en un matrimonio el hombre muere, la familia sigue adelante porque ella lucha y une a los hermanos bajo su calor, pero si es él el que muere, entonces, la familia se dispersa; los hijos no reciben tanto amor y es como si se quedasen huérfanos de verdad. Van a tener la ausencia de la madre para siempre.
Victoria se quedó pensando. Lo que decía era cierto. Parecía que una mujer viuda era capaz de sacar adelante con mayor determinación a sus hijos que un hombre. Así, descontextualizado, no tenía importancia. Sin embargo, Vicente le contaba todo aquello a Victoria siguiendo la tradición de sus antepasados.
El bisabuelo de Vicente, durante el período de La Restauración, había dado impulso a la “Unión de Derechas”, que se fue fraguando a lo largo de mil novecientos diecisiete, en plena crisis del sistema restauracionista. Y, fueron ellos, quienes plantearon las soluciones de tipo militar y autoritario.
Empezaron con reuniones secretas y fueron apoyados por la jerarquía eclesiástica. Para entonces, en Madrid, el partido liberal ocupaba el poder dentro del turno pacífico y Santiago Alba era su líder en Valladolid.
Lo que proponía Alba era integrar a los partidos no dinásticos dentro del sistema canovista. Pretendía que los socialistas también tuvieran representación en el Parlamento.
Y, de acuerdo a su pensamiento, llevó a cabo una programación cultural a través del establecimiento de bibliotecas populares dirigidas a la clase obrera.
Sin embargo, el bisabuelo de Vicente y el resto de integrantes de la Unión de Derechas presentaron siempre a Alba como un político movido únicamente por su ambición de poder personal y apoyado por un grupo de personas cuyo único compromiso ideológico consistía en el disfrute del poder.
El bisabuelo de Vicente se hizo con el control de la prensa confesional en Valladolid y con el “Diario Regional”, donde se dejaba claro lo que era la derecha. “En Valladolid, derecha es la enorme fuerza que hay en la gente que vive de la tierra; somos derecha los que creemos en una democracia cristiana, que no abandona a los humildes; pero tampoco borramos las jerarquías establecidas en la vida. Somos derecha los que exigimos en la vida pública, por encima de todo, rectitud y limpieza en la conducta; los que amamos España y queremos servirla, no utilizando moldes extranjeros, sino utilizando, en la propia raíz de la sustancia nacional, los elementos del propio engrandecimiento. Somos derecha, en fin, los que creemos en Dios y en su justicia; los que amamos la religión de nuestros padres”.
Para el bisabuelo de Vicente se enfrentaban dos conceptos políticos; “la auténtica esencia del castellanismo” frente al “liberalismo extranjerizante”. Así que, para las elecciones provinciales de mil novecientos diecisiete, planteó un programa orientado fundamentalmente a la opinión católica, vinculando, una vez más, la religión como un elemento taumatúrgico que había de garantizar el mantenimiento del orden social (amenazado por los recientes episodios revolucionarios), asegurando la satisfacción de las legítimas reclamaciones de de los obreros y patronos de acuerdo a una “organización armónica de intereses”. Pensaron que la religión también pondría fin al origen de todos los conflictos sociales, al imponer un comportamiento ético a los gobernantes si estos contaban con un verdadero componente católico.
Entonces, mientras Victoria notaba pasar la suave nata de la bamba por el paladar y el aroma a medianoche de las que Adela preparaba en Medina de Rioseco para los cumpleaños, cuando Salvador y ella eran niños, no podía entender el Verdadero Significado de las afirmaciones que Vicente vertía acerca de la mujer. Era la misma concepción de la mujer en la vida pública y privada a finales del siglo diecinueve.
Por todo eso, Vicente insistía en que él debía casarse con alguien que perteneciera a alguna de esas sagas familiares, ya que el matrimonio servía para unir patrimonios y agrandarlos.
Y, como nada de esto sabía Victoria, ni siquiera se podía preguntar porqué, entonces, Vicente estaba perdiendo el tiempo aquella mañana con ella saboreando las exquisiteces de Cubero.
Párrafo extraído del Capítulo Segundo "Lo que le ocultaron a Victoria" de la Segunda Parte "Castilla y León".
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