..."Eran las siete. El silencio de la noche, minutos antes, lo había llenado todo. En verano, en la finca de Sebastián, cada amanecer rasgaba el paño oscuro y el resplandeciente del día, y lo dividía en dos. Y, cada vez que lo hacía, ponía en escena un ritual de inquietantes sonidos y colores misteriosos. Como si fuese el primer despertar en la Historia de la Tierra. Parecía que la oscuridad pariese al día con un doloroso empeño.
La vegetación, abundante y frondosa, todavía umbría, aún pertenecía a los sueños de las sombras. Y en aquella calma, casi nocturna, irrumpían los espantosos chillidos de las solitarias garzas imperiales. Y un sol de colores naranja y teja emergía en el horizonte tras el gran nogal, pintando un telón de fondo rojizo.
La intrincada enramada recortaba el aire quieto: exóticas hojas de melocotoneros, alargadas y puntiagudas, se organizaban como vistosos sombreros de plumas; ciruelos; cerezos de troncos parduscos; inmensos perales y robustos manzanos; varios avellanos y albaricoqueros. Una vid, que había gateado y engullido una estructura de hierro forjado enmarcaba la ventana de la habitación de Victoria. Desde su interior, en la cama, contemplaba aquel Paraíso.
Al rato, cuando el sol se alzó, ya reluciente, por encima del gran nogal, los pequeños y panzudos carboneros de piquitos afilados y diminutos ojos redondos como bolitas de caviar, anunciaron, jubilosos, el milagro del alba. Parloteaban para sí mismos.
Prosiguieron los modestos ruiseñores y las coquetas oropéndolas; las orgullosas golondrinas y los chiquitines y afelpados mitos como croquetas de patata con morritos puntiagudos y patas diminutas; enanitos del cielo que lanzaban besos al aire. Mirlos y gorriones. Petirrojos como buñuelos; de barrigas níveas y esponjosas y pechos anaranjados. Dibujaban en el aire las guirnaldas de una ornamental y grandiosa tarta de nata.
Una boda en el cielo."
Párrafo seleccionado del Capítulo 1 "El Dios de las Praderas Verdes" de la Primera Parte "El Dios de las Praderas Verdes".
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