...“Oísteis que fue dicho: «Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo»: «Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen y orad por los que os ultrajan y persiguen».
Eran letras pequeñas, nítidamente impresas sobre el papel sedoso. El sol había salido detrás de las exóticas ramas de los melocotoneros. Había aparecido en el horizonte de las montañas que había detrás del regato flanqueado por chopos y álamos. Entre la bruma y la oscuridad a medio disipar, los ruiseñores de la alameda del regato habían empezado a sonar como pequeños locos, yendo y viniendo, saltando de una rama a otra y alborotando las miles de hojuelas platinas y verdes.
Victoria se había levantado y se había asomado entre los barrotes. Un duende entre barrotes con una camisa vieja y una maraña colgando hasta la mitad de la espalda. Dos luceros sonrientes en un desierto de fina arena. El labio de arriba, respingón; los pómulos en lo alto, y la aristocracia en el espíritu. Cuerpo de sirena y alma de princesa, llegada del fondo de la Tierra; emergida de algunas entrañas; amasada con el humus del inconsciente; con la materia de los sueños.
Se quedó prendida en el sol, en las ramas del melocotonero y en el sendero que bajaba al huerto acompañado de los ciruelos y del avellano. Allí estaba ella y los que quisieran hablar ese lenguaje. Aquel lugar era Paraíso y Consuelo.
Sobre la mesa camilla de estudio (que había colocado al lado de la ventana) había dejado libros piadosos y hojas de Derecho Penal; una cruz de madera con un Jesús doliente y plateado clavado en ella.
Cerró los ojos y respiró con profundidad. Bajó los párpados para retener en la memoria aquella diminuta parte del cielo. Para no olvidarla nunca. Para recordar que Dios estaba allí. Con ella. “Gracias Señor”. Pensó. “Cuantas gracias tenemos que dar al Señor por todas estas bondades”. Las palabras de la abuela llegaron por voluntad propia.
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Con la Biblia de pastas verdes y lomos dorados entre las manos, caminó lentamente por el sendero de tierra apelmazada que había entre los monumentales perales y los manzanos, junto al manantial que corría desde la mitad del huerto hasta el final de la finca, donde estaban los cerezos. Los haces solares dorados hacían visibles los millones de partículas suspendidas en el aire. Descubrían todo lo que aquella tierra fértil tanto podía ofrecer: las hojas estrelladas de las vides y la hierba verde y fresca que nacía en el borde del manantial; las sombras que las ramas dibujaban en el suelo de tierra y cientos de miles de insectos.
Había agarrado, abriendo la mano y cerrando el puño, unas cuantas partículas; había pasado la mano a lo largo de las ovaladas hojas de los perales.
El delicado papel se deslizaba por las yemas de los dedos. En un papel más grueso habían impreso el cuadro de La Resurrección de El Greco; Cristo flotando, volando en su ligera divinidad.
Los chopos, que habían crecido a la orilla del manantial, junto al colosal nogal donde el duende había grabado el poema años atrás, se habían hecho gigantes y la brisa balanceaba sus ramas y sonaba como una caracola puesta en la oreja; se podía escuchar el rumor del mar.
“Porque, si amáis a quien os ama, ¿qué recompensa tendréis?, ¿no hacen también lo mismo los publicanos? Y si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más?, ¿no hacen así los gentiles?”
“Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre, que está en los cielos”
Tenía que ser Perfecta. Como Su Padre Dios.
Y Perdonar a sus Enemigos.
Después, cuando llegó a la habitación y se sentó en la mesa camilla, pegó las manitas y, con el crucifijo a un lado de los apuntes, rezó:
“Señor, te ofrezco este rato de estudio por mí y por todos los que, como yo, sufren en este incomprensible mundo”
Párrafo extraído del Capítulo 11 "Ofrecimiento del Estudio" de la Primera Parte "El Dios de las Praderas Verdes"
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