..."No había que tener miedo a nada. Como le había dicho el abuelo el día anterior. En el ondulante camino de las colinas entre Castronuño y la finca de los árboles manzanos. Entre dos tierras de girasoles, un mastín, perdido de un rebaño, había salido a su encuentro. Había aparecido entre las cabezas de pipas y los pétalos amarillos y se había plantado en la mitad; frente a ellos. Y, enfurecido, les había ladrado y enseñado los colmillos detrás de los belfos negros y estoposos. La pequeña se había cobijado detrás del abuelo; y, en la mitad del miedo, se había acurrucado en su espalda. Dos aullidos feroces callaron a la bestia. Los de Melquíades. Más audaces que los del animal que, cabizbajo, se adentró de nuevo bajo la jungla amarilla.
- Cuando una fiera así salga a tu encuentro...no huyas, hazle frente, ¡Sin miedo!
¡Sin miedo!
Le había dicho después; cuando la pequeña, cogida de su mano, siguió caminando junto a él.
Los pasos del abuelo eran seguros. Caminaba con el aplomo del ex combatiente que había sido. Arqueaba, sólo ligeramente, las piernas. A la pequeña la gustaba sentir aquellos pasos robustos. Las dos coletas volando y una sonrisa en una carita de princesa Omeya.
- Toma, coge un cayado. Siempre que vayas por el campo has de llevar un cayado contigo.
Acompañada de aquellas imágenes, hendió la pala de arriba abajo la falda del dique socavando el techo de las madrigueras hasta deshacerlas, y reconstruyó con más tierra las otras presas. Después, avanzó tres árboles hacia la casa colocando las mangueras. Y, por fin, se sentó bajo una nueva sombra. Entonces, cogió el tallo fino de una espiga, lo partió y se lo metió en la boca, sujetándolo entre los dientes. Había hundido la pala en el suelo. Esta vez, con mayor decisión. Había ganado la batalla a las enloquecidas compuertas. Volvió las palmas de las manos estirándolas para ver qué encontraba: la piel se había acolchado levemente al principio de las falanges, donde termina la palma de la mano y empiezan los dedos. Se había formado, bajo el anular, una bolsita blanquecina y membranosa que, quizá, se pudiese pinchar con una aguja. «Satisfecha». Pensó.
Con la paja entre los dientes miró a los troncos de los perales. Se lo contaría a Sebastián en cuanto llegara.
Tenía once años.
La Libertad y La Fuerza del Viento Embravecido.
Era una Mujer Salvaje…
… Una Tomboy".
Párrafo extraído del Capítulo Segundo "La Tomboy" de la Primera Parte "El Dios de las Praderas Verdes"
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