..."Era un día de finales de agosto. Sebastián había subido de la huerta a la casa algunas zanahorias, tomates, pimientos y cebollas.
Valeriana, aquella mañana, estaba sentada en el porche. Rezaba, como siempre. Pelaba algunas de las patatas de las que Sebastián había llevado. Por la mente de Victoria algunos pensamientos se habían cruzado. Pensaba cómo iba a resolver su situación legal en NY. Había varias posibilidades. Obtener la residencia americana aplicando la lotería, con el matrimonio o con el patrocinio de una empresa (que conllevaba permanecer durante tres años en el país más una montaña de papeles y burocracia). Por otra, parte, había visto a Regina y había sentido ese viscoso y odioso ungüento en el estómago.
- ¿Te pasa algo?
Enseguida lo percibió y Victoria se lo dijo.
- Tú confía siempre en el Señor. Ponlo todo en sus manos.
Esto lo podía haber dicho cualquiera. Sin embargo, lo decía la abuela.
Hablaba con sus labios finos y sus ojitos de ardilla. De la barbilla le caía una papada fofa como una cortina de gasa fruncida. Su rostro estaba agrietado y conservaba un cabello abundante para su edad, que la nacía de las sienes. Cuando se expresaba movía las muñecas de una forma particular sacándolas hacia fuera. Y hablaba con voz de vieja, con esa voz pastosa que se les pone a la gente ya muy mayor. Cuando decía “confía en el Señor” miraba hacia el cielo.
- Y, dalo todo de paso. Pásalo por alto. Te voy a poner un ejemplo.
- ¿Cuál?
- Imagínate que necesitas tener peladas estas patatas y me dices: “abuela, ¿me puedes pelar estas patatas dentro de media hora?” Y, luego tú, te vas a hacer…lo que tengas que hacer.
- Sí.
- ¿Tu confías en que yo te tengo peladas las patatas para cuando vengas?, ¿no?
- Sí, claro.
- ¿Nunca imaginarás la opción de que yo te deje las patatas sin pelar?, ¿verdad?
- Claro.
- Pues así es el Señor. Él nunca te va a fallar. Cualquier cosa que le pidas, el Señor provee.
La abuela paró y carraspeó.
- Pero hay algo muy importante que no se puede olvidar.
- ¿Cuál?
- Que muchas de las peticiones que se alzan al Cielo desde aquí abajo, desde la Tierra, no llegan a Dios, ahí arriba. Él no las puede oír.
- ¿Por qué?
- Porque, cada vez que le pidas algo al Señor, se lo has de pedir con Fe, con mucha Fe. La mayoría de las peticiones que se formulan desde la Tierra no llegan al Cielo. Porque los Hombres no las piden con Fe.
Hablaba con sabiduría. Como si sus palabras no fuesen suyas. No es que dijera nada especial. Era el modo en que lo decía. Era imprescindible en el universo de Victoria. Tenía corazón. Sentimientos. Sabía leer en la alegría y en el dolor ajeno. Era su pequeña abuela que, después de muerta, seguiría Viviendo.
Todo lo que de la abuela le tenía que heredar ya lo había hecho. Victoria había ido a recoger y a ultimar los preciadísimos dones que la abuela le había legado. Y ya lo había hecho. Ya podía volver a Nueva York".
Capítulo Séptimo "La Herencia" de la Tercera Parte "Nueva York".
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